Por Alejandro J. Amendolara
Las piezas de artillería cordobesas que fueron trasladadas a las islas se convirtieron en un arma clave para las tropas argentinas y se ganaron el respeto de los ingleses; hoy una de ellas ocupa un lugar en el Museo de los Paracaidistas de Aldershot, cerca de Londres.
Es la mañana del 1º de mayo de 1982 en Puerto Argentino.
Pocas horas atrás habían terminado los ataques aéreos de los Vulcan y Sea
Harrier sobre el aeropuerto y otros objetivos estratégicos en las islas. Ahora
sería el turno de los buques británicos de acercarse a las costas para
continuar el castigo sobre las posiciones argentinas con su artillería naval.
La reacción argentina no tardaría en llegar. Varias oleadas
de aviones Dagger arrojaron sus bombas sobre las embarcaciones enemigas, las
que, tras evaluar los daños recibidos, debieron repensar seriamente sobre la
táctica utilizada.
A partir de entonces, las incursiones de bombardeo naval se
realizarían sólo por la noche, lejos del alcance de la artillería terrestre y
sin la molestia de las aeronaves argentinas, imposibilitadas de operar en
misiones de ataque naval nocturno.
Transcurrían las noches, y la guarnición argentina sufría el
constante martilleo de los proyectiles británicos. Cada buque tenía un cañón
automático de 115 milímetros, con capacidad para efectuar 80 disparos por
minuto. Resultaba indispensable dar una respuesta. Y rápido.
En la tarde del 13 de mayo, aterrizaba en Puerto Argentino
un C-130 Hercules de la Fuerza Aérea Argentina, luego de un prolongado vuelo
rasante sobre las olas del mar burlando el bloqueo. Al abrirse la compuerta de
la bodega de la aeronave, no fue poca la sorpresa. Se asomaba la boca de una
mole impresionante: era un cañón remolcado Sofma, calibre 155mm L33 Modelo
1977, del Ejército Argentino. La pieza había sido concebida y desarrollada en
Argentina por Citefa durante la década del setenta, y producida en la Fábrica
Militar de Río Tercero, en la provincia de Córdoba. Tenía un alcance máximo de
20 kilómetros, con munición convencional de 43 kilos. Suficiente para que los
incursores perdieran también su impunidad nocturna. La pieza era considerada de
gran avanzada y con características similares a las mejores del mundo. Ahora
sería su turno para demostrarlo.
Tres días después, y con la pista de aterrizaje totalmente a
oscuras, llegó otro Hercules con una segunda pieza.
Por su gran tamaño (más de 10 metros de largo), estos
cañones recibieron en Malvinas apodos afectuosos, tales como "Gran
Berta", "Gran Chaparral", "Gran Leopoldo", luciendo
inscripciones jocosas alusivas a algún miembro de la corona sobre sus tubos.
Se decidió su emplazamiento en los alrededores de Puerto Argentino, sobre el camino que pasaba por Sapper Hill, al abrigo de su ladera nordeste. El peso del cañón (8500 kilos) y la ausencia de caminos adecuados provocaban su hundimiento en la esponjosa turba malvinense. Ello causaba grandes limitaciones en su movilidad, requiriendo un mayor trabajo y la utilización de una retroexcavadora para lograr el emplazamiento de las piezas en su posición, a unos 150 metros una de otra. Estas tareas y el traslado de la pesada y escasa munición culminaron al día siguiente. Como jefe de la Batería "D" del Grupo de Artillería 3 fue designado el teniente primero Luis A. Daffunchio, de quien se decía que a los Sofma "los tiraba al aire y caían parados". Los soldados argentinos, refregándose las manos, comenzaban a sentir que vengarían las molestias nocturnas de las últimas dos semanas. Ahora había que esperar. Pero no por mucho tiempo.
Bautismo de fuego
Esa misma noche, pasadas las 23, el jefe de la pieza recibió
la información sobre la aparición en el radar de un eco sobre el mar. Era un
buque que navegaba hacia el circuito de tiro cerca de la costa para cumplir con
su rutinaria tarea de bombardeo naval contra las posiciones argentinas,
confiado en la ausencia de respuesta.
Esa noche se equivocaría.
Con los datos suministrados por el radar se establecieron la
distancia y el ángulo de dirección para el disparo que, sumado a la velocidad
del buque y el tiempo estimado en que el proyectil llegaría al blanco,
permitiría preparar la pieza para abrir fuego. La munición era escasa, por lo
que los artilleros argentinos no podían permitirse fallar.
Cuando el incursor se encontraba a unos 18 kilómetros de
distancia, el silencio de la noche se quebró con el hasta entonces desconocido
estampido del disparo del Sofma. Para sorpresa de la desprevenida tripulación,
los impactos cayeron cerca del buque. Si bien no causaron daño, lograron el
efecto esperado.
Abruptamente la nave viró con rumbo opuesto, alejándose a toda
velocidad. La guarnición argentina estalló en júbilo. El efecto sobre su moral
resultó asombroso. Habían culminado las infernales noches de impotencia contra
los buques agresores.
En la noche del 17 de mayo se repetiría la acción. A las
22.5, el radar recibió un eco ubicado a unos 30 kilómetros de la costa. Pocos
minutos después aparecieron en la pantalla dos ecos más, que se aproximaban a
gran velocidad en dirección a la costa. Ahora se contaba con un segundo cañón.
Los buques comenzaban a realizar el habitual circuito de carrusel para el
bombardeo naval. Los artilleros argentinos concentraron el fuego sobre uno de
los blancos. Con los primeros impactos sobre el agua, los tres buques
repitieron la desesperada maniobra, alejándose velozmente del lugar. Ya no se
acercarían más impunemente. Había comenzado un duelo personal entre los buques
ingleses y la artillería argentina.
Mirando al poniente
A principios de junio, con la infantería y artillería
británicas aproximándose desde el oeste sobre el perímetro defensivo de Puerto
Argentino, los Sofma recibieron una nueva tarea. Durante el día debían apuntar
sus bocas de fuego en dirección a los cerros que comenzaban a ser ocupados para
el avance final sobre la capital isleña.
Así, en varias oportunidades efectuaron disparos sobre los
montes Kent y Wall, atacando posiciones de artillería, infantería y puestos de
observación enemigos. Los efectivos británicos rápidamente aprendieron a
distinguir el zumbido de la munición de 155 milímetros aproximándose, y a
hundir sus cabezas en la turba apenas lo escuchaban. Los intentos para
silenciar la molesta artillería argentina fracasaban uno tras otro. Las tropas
enemigas recibían su castigo mientras intentaban avanzar sobre Monte Longdon, Dos
Hermanas y Monte Harriet. Ahora eran los ingleses los que sentían la
impotencia. Y su paciencia estaba llegando al límite.
En la mañana del 12 de junio, mientras los cañones eran
aprestados para realizar una salva de disparos sobre blancos terrestres, dos
aviones Harrier GR3 se lanzaron temerariamente en vuelo rasante hacia las
posiciones argentinas ubicadas en las cercanías de Sapper Hill. Buscaban los
cañones de 155. Lanzaron sus bombas racimo alcanzando una de las piezas,
hiriendo además a varios de sus sirvientes, incluyendo a "Tom", el
perro mascota que los soldados habían traído del continente. Uno de los aviones
fue alcanzado por el fuego de armas livianas, y dificultosamente aterrizó en el
portaaviones HMS Hermes, con un incendio en la zona posterior de su fuselaje.
Si bien fue reparado, no volvería a participar en la guerra. El incursor pagó
cara su osadía. La localización y ataque a las posiciones de estos cañones
serían una de las máximas prioridades para la Royal Artillery y la Royal Air
Force durante la campaña. En la costa, disipados el humo y la confusión, las
ruedas de una de las piezas quedaron hechas jirones, inmovilizando el cañón.
Con la posición convertida en terreno arrasado por las bombas e innumerables
proyectiles navales, se decidió su traslado al día siguiente a una nueva. Los
ingleses tendrían un respiro, pero breve.
Pasarían menos de 24 horas para que otro cañón, junto con
más munición, llegara a las islas en la bodega de un avión Hercules. En
prevención de otros ataques, la pieza recién llegada fue transportada a una
nueva posición más hacia el este de la anterior, adonde llegó luego el cañón
sobreviviente del ataque aéreo.
El asalto final sobre Puerto Argentino se aproximaba. Los
duelos de artillería eran incesantes. A los Sofma se les sumaban los obuses Oto
Melara de 105 milímetros, pero las piezas inglesas quedaban fuera del alcance
de los proyectiles argentinos. Ello hacía muy arriesgada la situación de
nuestros artilleros, obligándolos a cambiar su posición permanentemente para
evitar ser alcanzados. Pero la munición les estaba escaseando.
El último vuelo en entrar a Puerto Argentino en la noche del 13 de junio llevaba en su vientre una última pieza de 155. Tal vez, un intento desesperado para prolongar el desenlace final. Sería muy tarde. Las tropas inglesas ya estaban en las afueras de la capital y esa última noche los artilleros argentinos callarían finalmente sus cañones. Dispararon hasta agotar su munición.
En la mañana siguiente se produjo el cese del fuego. El
último cañón no alcanzó a ser emplazado y quedó estacionado en una de las
calles de la ciudad. Los artilleros sacaron de sus piezas los blocks de cierre,
enterrándolos en la turba, en un intento para inutilizarlas. No fue poca la
sorpresa de los ingleses al constatar la escasa cantidad de cañones Sofma que
tantos dolores de cabeza les habían ocasionado. Cualquier inglés que hubiera
experimentado la sensación de quedar bajo el fuego de los 155, con sus
esquirlas y explosiones, aún los recuerda con respeto. La reputación que por
estos cañones nació entre las tropas de elite inglesas los llevó a conservarlos
como trofeos. Una de las piezas fue colocada en un lugar de honor en el Museo
de los Paracaidistas en Aldershot, a pocos kilómetros de Londres.
Con inmensa fortaleza y coraje, contando con cañones
fabricados en el país, al igual que los forjados por fray Luis Beltrán más de
un siglo y medio antes para el Ejército de los Andes, los artilleros argentinos
habían cumplido su misión.
Malvinas fue una epopeya
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